Cartografías de la pandemia en tiempos de crisis civilizatoria. Aproximaciones a su entendimiento desde México y América Latina
Cuando a fines del año 2019 escuchamos las primeras informaciones acerca de un nuevo virus que estaba causando cientos de muertes en la lejana China, no nos preocupamos demasiado. Al fin y al cabo, ya habíamos conocido otros virus como el de la influenza AH1N1, el del ébola, el causante del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y algunos más que fueron presentados de maneras igualmente amenazantes y que no habían desembocado en los apocalípticos escenarios con que se amenazaba en los medios. La mayoría no lograron llegar a nuestras latitudes de forma que significaran una real amenaza. La epidemia de influenza del año 2009 se originó en México, por tanto, el temor en el país estaba sustentado: no se trataba de un virus proveniente de tierras lejanas, sino que estaba aquí. En el caso del nuevo coronavirus o SARS-CoV-2 como se denomina oficialmente, en muchos países no se consideró que constituyera algo por lo cual preocuparse demasiado: se llegó a decir que se generaba un escándalo injustificado por una simple gripa. Y de todos modos, insisto, parecía muy lejano. En el fondo, probablemente considerábamos que algo ocurriría que evitaría que se hicieran realidad las previsiones más catastróficas. En pocas semanas, a la incredulidad le siguió el asombro: era difícil creer lo que estaba sucediendo. La actividad económica se detuvo de un modo impresionante. Las personas eran invitadas u obligadas a confinarse en sus casas ante la amenaza invisible del virus. Las clases se suspendieron en las escuelas y continuaron en modalidades a distancia. En los casos en que era posible el trabajo se trasladó a la casa. Fenómenos tan alejados del sentido común como el hecho de que los precios internacionales del petróleo alcanzaran valores negativos eran indicadores de que algo serio estaba pasando verdaderamente. Desde el principio el pensamiento trató de encontrar sentido a lo que estaba ocurriendo para tratar de entender cómo era posible que estuviera pasando. Pronto salieron a la luz las advertencias que se habían formulado años atrás: la pandemia era resultado de nuestras prácticas destructivas del entorno ambiental. No podíamos llamarnos a sorpresa en ese sentido; que no creyéramos las advertencias es otro asunto. Probablemente en el fondo se alberga la secreta esperanza de que nunca va a ocurrir algo así. Quizá por eso las advertencias sobre las consecuencias del cambio climático siguen siendo ignoradas. Tenemos una confianza tal en las capacidades de la ciencia que pensamos que, al final, siempre habrá una solución. Eso ocurre con la vacuna contra la COVID-19: aunque la Organización Mundial de la Salud ha declarado en ocasiones la posibilidad de que nunca se obtenga, seguramente pocos lo creen y no parece sino ser cuestión de tiempo.