Cuando Joan Mercader se levantó aquella tarde para dirigirse a su trabajo en el Observatorio de Maspalomas, nada le hacía pensar que la información que recibiría iba a desencadenar unos acontecimientos que cambiarían su mundo para siempre. Anochecía. Mientras subía al coche miró al cielo, como un acto reflejo: estaba despejado, y ya podían contemplarse nítidamente numerosas estrellas, y entre ellas, como si fuera una especialmente brillante, destacaba el planeta Júpiter. “Buena noche para la observación”, pensó. Mientras circulaba subiendo hacia el Observatorio se iba haciendo noche cerrada y se iban haciendo visibles las constelaciones que Joan reconocía de forma rutinaria. Aparcó dentro del recinto de la Estación Espacial, pasó junto a las grandes antenas de seguimiento de satélites y se dirigió tranquilamente hacia el telescopio añadido en la última década y junto al que estaba situado su despacho. Mientras se acercaba escuchó el suave ronroneo de los motores: sus ayudantes habían puesto en marcha el telescopio para comenzar la observación de esa noche.