1906 fue un año de alta significación política en México por la represión que
hubo de la huelga de los mineros de Cananea; la celebración del centenario
del nacimiento de Benito Juárez, que los jóvenes intelectuales aprovecharon
para hacer una defensa a ultranza del laicismo; la publicación de la revista
Savia Moderna dirigida por Alfonso Cravioto y Luis Castillo Ledón, que en
opinión de Alfonso Reyes fue la que dio voz a un “nuevo tiempo” e hizo posible
la primera Exposición de Arte de Savia Moderna en la que presentaron
sus obras los pintores Diego Rivera, Saturnino Herrán y Joaquín Clausell,
entre otros; y porque en este año tuvo lugar la aceptación universal del cinematógrafo
en el gusto del “Señor Público” a grado tal que uno de los grandes
escritores de la época, Ángel de Campo, “Tick-Tack”, sentenció: “Las tandas
se mueren. ¡¡¡Viva el cinematógrafo!!!”.
Toda una odisea fue hacer del nuevo invento un espectáculo, una diversión,
un entretenimiento que difundiera, además, algunas de las actividades gubernamentales
entre la “burguesía humilde”, las “buenas familias” y los
“bajos fondos” de la sociedad mexicana. El cinematógrafo encontró rumbo
propio gracias a la tenacidad de los primeros cineastas nacionales que eran
a la vez exhibidores, productores y dueños o administradores de salas, sobre
todo, en la Ciudad de México. En fin, todo cambió en este año de 1906
cuando el cinematógrafo triunfó sobre el teatro, en particular, sobre la zarzuela
del llamado “género chico”: varió el lenguaje y se transformaron los
espacios públicos, mudaron los horarios de esparcimiento y se iluminaron las
marquesinas de los salones de espectáculos. Los empresarios del ramo fueron
generosos con los niños, niñas y mujeres a quienes obsequiaban regalos y
hacían descuentos especiales, magnanimidad que también alcanzó a los
artesanos y obreros que solían asistir al cinematógrafo los domingos por ser
el único día de descanso. Pero los locales de cinematógrafo también tenían
sus lados oscuros y peligrosos: se permitía la entrada a “mujeres perdidas y
gente de trueno”, por un lado; y por el otro, las deficiencias en las incipientes
instalaciones eléctricas provocaban recurrentes incendios.
Gracias a Juan Felipe Leal y su colaborador Eduardo Barraza contamos con
un libro espectacular, bien escrito, convenientemente ilustrado, abundante en
cuadros de concentración de datos, con excelentes fuentes bibliográficas,
hemerográficas y fílmicas; todo lo cual nos permite entender y apreciar este
año de 1906 en el cual los cines se multiplicaron y poblaron la Ciudad de México.